El Infiel



Salí del gimnasio y me metí en la cafetería de la esquina para pecar con algo de chocolate, después de tanta sentadilla me lo merecía. Unos minutos más tarde, me di cuenta de que estabas sentado a una mesa de distancia, con uno de tus mejores amigos, hablando demasiado alto, como siempre.
Ninguno de ustedes dos se percató de mi presencia y aunque pensé en salir de allí, ya había pedido un café y un donut relleno.

Hacía unas semanas que había pillado tu infidelidad por un comentario que hizo una tercera persona. Hacía tan sólo unos días que supe que me habías dejado por aquella chica de pelo negro (más largo que el mío), de sonrisa reluciente (más bonita que la mía), e indudablemente más guapa y simpática que yo (esto tampoco era tan difícil).

Mientras le daba un mordisco al donut, escuché como tu amigo te preguntaba por qué no me lo habías dicho antes, en lugar de esperar a que yo te descubriera.

(Tu amigo me cae bien, ¿sigue soltero?)

Agudicé el oído para escuchar tu respuesta y le respondiste sin titubear que yo te daba PENA.
Te daba PENA hacerme daño.
-La POBRE-, dijiste, -con lo enamorada que está, no quería que sufriera.-

Entonces se me hinchó la vena de la sien y pensé en levantarme y alinearte los chacras diciéndote un par de cositas:

¿PENA? ¿Pena de una mujer que ha estudiado, trabajado, vivido en el extranjero, parido, y conseguido lo que se propone? ¿Pena de una mujer que va con la cabeza alta porque sabe lo que vale? 
Diga usted MIEDO, caballero. MIEDO.

Miedo a perderlo todo.
Miedo a que nadie vuelva a valorarte como yo lo hice.
A admirarte tanto.
A confiar en ti.
Miedo de que todo lo bueno que sentía por ti desapareciera de un plumazo, tal y como ocurrió.
Miedo a cargarte todo lo cosechado durante estos años.
Miedo a que nadie quiera volver a construir algo sólido contigo.
Miedo a que la nueva persona no se comprometa tanto.
A que ella se replantee la aventura y quiera volver con su expareja.
Miedo a que le salga bien.

Miedo a que otro hombre aproveche la situación y me invite a tomar una copa.
Miedo a que me pinte los labios de rojo,
A que se me escape la risa tonta escuchando sus historias.
Miedo a que yo sienta la misma felicidad que tú sentías cuando ella te enviaba un mensaje.
A que yo desee, tal y como tú deseabas, que me toquen sus manos "nuevas".
Miedo a que me pueda ir bien con otra persona, aunque sea durante tres días.
Llámelo usted como lo que es: MIEDO, cariño.

Y aunque quise gritarte todo esto cual bruja histérica, lo cierto es que, después de las sentadillas, los burpees, los abdominales, y el resto de ejercicios de tortura que me obligó a realizar mi entrenadora (parece ser que le pago para eso), mis pintas de treinteañera moribunda no eran las más adecuadas para dejarme ver. Pagué sigilosamente y me fui. Total, no hace falta que yo te diga todo esto.

Tú ya lo sabes.
¿No?



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